El domingo pasado me sentí en fuera de juego. Nos habíamos encontrado por sorpresa con que un grupo de pequeñajos celebraba su Primera Comunión en la iglesia a donde solemos ir a misa. ¡Y nosotros rigurosamente vestidos de chandal!
Durante la celebración traté de recordar cuándo recibí por primera vez este sacramento, y el cálculo fue rápido y doloroso, como un rayo: ¡hace tan solo 29 años! Y volví a caer en la cuenta de lo rápido que pasa el tiempo, e hice recuento de las veces que últimamente he pronunciado esas palabras delante de alumnos que se empeñan en no estudiar o que reinciden en comportamientos que perjudican la convivencia en el instituto. Cuando les advierto (me consta que no soy el único) de que se arrepentirán más adelante, soy consciente de que les hablo desde el futuro, como la muchacha del anuncio de Kalia Vanish, y de que no todos están dispuestos a hacer un acto de fe en mis palabras.
Tempus fugit. Esta sentencia latina solo la comprendemos en toda su profundidad los que hemos vivido lo suficiente como para poder mirar atrás y no ser capaces de ver el principio del camino. Nuestros alumnos no nos entienden del todo, ellos apenas acaban de empezar a andar. Pero no debemos por ello desanimarnos ni resignarnos. Creo que no peco de idealista si os propongo una tarea exigente pero sencilla: que dejemos bien señalizado nuestro propio camino.
Antonio Molina Burgos