6 de diciembre de 2017

La Europa que estamos matando

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Es posible que me equivoque; pero creo que a la Europa cultural, a esa antigua, formidable e interesante señora que en sus 3.000 años de memoria incluye desde Homero, Platón, Sócrates, Virgilio y aquellos fulanos –y fulanas– de entonces hasta los de hace pocos días, pasando por Shakespeare, Leonardo, Cervantes, Velázquez, Montaigne, Voltaire, Van Gogh y el resto de la peña, no la matarán el terrorismo islámico, la inmigración o la multiculturalidad; ni siquiera la pandilla de políticos semianalfabetos que legisla y trinca en Bruselas con el objetivo, que se diría deliberado, de igualarlo todo en la mediocridad y aplastar la inteligencia allí donde todavía puede brillar. En mi opinión, lo que destruye la Europa que en otro tiempo fue faro intelectual y referencia moral del mundo es el turismo de masas: la invasión descontrolada, imparable, de multitudes –entre las que nos contamos ustedes y yo– que circulan arrasándolo todo a su paso. Transformándolo, allí donde se posan como plaga de langosta, en un escenario diferente al que fue, reconvertido ahora a su, o nuestra, imagen y semejanza.

Nada puede sobrevivir, porque es imposible, a diez o veinte mil turistas arrojados de golpe por cruceros y viajes baratos –suena mejor low cost–, en un solo fin de semana sobre ciudades como Roma, Florencia, París, Madrid o Barcelona. Y no se trata únicamente del efecto de masas que las hace intransitables, complica el acceso a museos y puntos de interés, degrada el entorno, ensucia y satura. Se trata también, y sobre todo, de cómo los lugares van perdiendo poco a poco, y a veces con extraordinaria rapidez, los rasgos que los hacían singulares, adaptándose, qué remedio, a la nueva situación.

Tiendas de toda la vida, restaurantes, librerías, comercios, establecimientos que durante décadas o siglos dieron carácter local, desaparecen o se adaptan a los nuevos visitantes. Ofreciendo, naturalmente, lo que ese nuevo cliente exige, o exigimos: tiendas de souvenirs, bares y cafeterías impersonales, comida rápida y sobre todo ropa, mucha ropa. De Algeciras a Estambul, de Palermo a Oslo, de cada dos comercios que cierran y reabren, uno lo hace como tienda de ropa. O de teléfonos móviles, también, a fin de que todos podamos ir dándole con el dedo a la pantallita; e incluso enterarnos, gracias a ella, de lo que tenemos alrededor sin necesitar la tontería viejuna de mirarlo. Paseando por lugares cuya historia ignoramos, fotografiándonos ante monumentos y cuadros que nos importan un carajo, pero que se indican como parada obligatoria. Trofeo del safari.

Pienso en eso en Lisboa, sentado en la terraza de la pastelería Suiça, mientras compruebo en qué hemos convertido, también, esta hermosa ciudad hasta hace poco elegante y tranquila. Los operadores turísticos se lanzan ahora sobre Portugal, y todo está lleno de gente en calzoncillos que bloquea las calles caminando tras guías políglotas que levantan en alto banderitas y paraguas de colores. Eso trae dinero, claro. A ver quién se resiste a eso, así que toda Lisboa está en fase de adaptarse a los nuevos tiempos y las nuevas gentes. No hay un taxi libre, ni una mesa en un café. Los abueletes que necesitan subir al Barrio Alto ya no pueden utilizar el elevador de Santa Justa, porque colas enormes de turistas aguardan turno para subir en él y hacerse una foto. Frente a La Brasileira, docenas de guiris que ni saben quién fue Pessoa ni les importará jamás se retratan junto a la estatua del escritor que, de verse tan sobado, se ciscaría en su puñetera madre. Y el barrio de Alfama, donde antes te atracaban de noche como Dios manda, y podías pasear a oscuras sólo si te arriesgabas a ello, ahora rebosa de locales de fado, con ingleses y alemanes preguntando dónde pueden comer la típica paella portuguesa.

Esto es hoy Lisboa. En la vieja Suiça, donde intento leer tranquilo, un grupo de anglosajones especialmente escandaloso y bestial bebe alcohol, grita, canta y maltrata al veterano camarero de chaquetilla blanca. Harto de esos animales, entristecido por la suerte de la ciudad antigua y señorial, me levanto y ocupo una mesa que ha quedado libre en el extremo opuesto de la terraza. Al poco se acerca el camarero, trayendo mi bebida. Entonces miro hacia aquellos escandalosos hijos de puta y le digo al camarero: «He tenido que venir a una mesa que esté lejos». Y el camarero, con ademán triste y elegante de viejo lisboeta, se encoge de hombros, sonríe melancólico y responde: «Ya no hay mesas lo bastante lejos».

Publicado el 3 de diciembre de 2017 en XL Semanal.