Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, pelo bermejo (no hay más que decir para quien sabe el refrán), los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros, que era buen sitio suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, entre Roma y Francia, porque de le había comido unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina que, de pura hambre, parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuantos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos, las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo, parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas.
Francisco de Quevedo: Vida del buscón llamado don Pablos.
Quevedo |
Ante todo, el autor busca con esta obra lograr un intenso efecto de comicidad. No pretende Quevedo destacar ciertas acciones éticamente condenables sino, ante todo, reír y hacer reír con ellas. Por otro lado, también pretende demostrar la imposibilidad del ascenso social. Pablos quiere ser otra cosa, quiere borrar sus orígenes y apartarse de sus parientes. En carta a su tío, el verdugo, le advierte: “No pregunte por mí, ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos”.
Todos sus intentos fracasan. Cuando el protagonista u otro trata de hacerse pasar por caballero o por rico, aparece inmediatamente el castigo.
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