Desde mi punto de vista, la tarea del que se dedica a introducir a los niños y a los jóvenes en el reino de los libros es la de enseñarles que éstos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos estábamos a punto de pensar. En este sentido, yo no creo que el escritor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio y el talento. El escritor, más bien, sería el que más se parece a cualquiera, porque es aquel que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamente como vive su vida misma.
La literatura, pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y de vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en las calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado, pero que vivieron hace cincuenta años o cinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada y de nuestra experiencia. Es una ventana y también es un espejo. Quiero decir: es necesaria. Algunos la consideran un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.
Antonio Muñoz Molina: La disciplina de la imaginación.
En 1987 gana el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa por El invierno en Lisboa y en 1991 el Premio Planeta por El jinete polaco, por la que vuelve a ser Premio Nacional de Narrativa en 1992. En 2007 es investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de Jaén como reconocimiento a toda su obra.
Obras destacadas son Beltenebros (1989) una novela de amor, intriga y de bajos fondos en el Madrid de la posguerra con implicaciones políticas; Los misterios de Madrid (1992; publicada inicialmente como serial a capítulos en el diario El País); El dueño del secreto (1994); Plenilunio que es una de sus mejores obras, El invierno en Lisboa, Ventanas de Manhattan o El viento de la luna.
Está casado con la también escritora Elvira Lindo y actualmente reside entre Madrid y Nueva York, donde dirigió el Instituto Cervantes hasta mediados de 2006.